La maldición del futbol

Diciembre 1, 2021

Lectura de Revista Reporte SP

 

Me llamo Etgar Keret y soy aficionado al equipo de futbol Maccabi Petah Tikva. Al escribir esta frase, me siento como un borracho avejentado en una reunión de aa, con una importante diferencia: es mucho más fácil comprender cómo alguien puede caer en las garras del alcoholismo.

Aquí van algunos hechos dolorosos sobre el equipo de futbol Maccabi Petah Tikva: aunque se fundó hace más de cien años (es el segundo equipo más antiguo de Israel), jamás ha ganado un campeonato y, en los últimos sesenta años, ni siquiera el torneo de copa. El legendario entrenador del club, Itzik Luzon, se hizo mundialmente famoso entre los aficionados al deporte cuando expuso sus genitales frente a los aficionados del equipo rival durante un derby. Los principales jugadores del Maccabi Petah Tikva aparecen en repeticiones televisivas solo cuando escupen o patean a los rivales, y con toda razón, pues con ver el resto de sus jugadas geniales una sola vez es suficiente.

Reza el adagio que se puede elegir a los amores pero no a la familia. En el eje que separa a los amores de la familia, ¿dónde queda situada exactamente la afición por un equipo de futbol? Para mí, seguir a un equipo de futbol, al menos como lo hago yo con el Maccabi Petah Tikva, es similar a contagiarse de una enfermedad de transmisión sexual: es algo por completo indeseable, pero cuando sucede, hay que hacerse responsable. Después de todo, nadie me obligó a ser aficionado de un equipo que tiene tan pocos aficionados y tan poco talento, que nunca juega en mi ciudad natal de Ramat Gan ni tampoco la representa. Y, como sucede con las historias detrás de las enfermedades de transmisión sexual, la explicación de cómo fue que me aficioné a este equipo yace en un terrible momento del cual me arrepentiré la vida entera.

La triste historia de cómo me convertí en fanático del Maccabi Petah Tikva comienza en mi cumpleaños número cinco. Un pariente lejano que trabajaba para la gerencia del equipo de futbol local accedió a llevarme a un partido como locales para mi cumpleaños. Como regalo especial, único en la vida, se me permitiría sentarme en la banca del equipo. Era un juego de particular importancia porque el perdedor descendería a la división inferior, así que el estadio estaría a reventar de fanáticos enfebrecidos.

 

Keret Soccer

 

Como niño hiperactivo con un ligero caso de trastorno de déficit de atención, en realidad no le puse mucha atención al aburrido juego empatado sin goles, hasta el último minuto, cuando el equipo visitante hizo lo inesperado: anotó el gol de la victoria que haría descender al equipo local a la división inferior. El público en las gradas quedó devastado, e incluso algunos de los jugadores sustitutos de apariencia ruda, sentados junto a mí en la banca, rompieron en llanto. El resto de los jugadores que estaban en el campo se derrumbaron sobre el césped y su aspecto era de miseria absoluta. Por otra parte, los miembros del equipo rival se veían extasiados. Cantaban canciones alegres y se montaban en las espaldas unos de otros, en una alegre demostración de camaradería.

Fue en mi quinto cumpleaños cuando mi personalidad oportunista asomó su horrible cabeza por vez primera. En lugar de permanecer en la banca depresiva, corrí al campo gritando como loco y me sumé a la bola de jugadores del equipo rival. Nuestro familiar, que seguía parado junto a la banca del equipo perdedor intentando consolar a sus jugadores, me hizo señas para que regresara. Pero dicha idea no me atraía en absoluto. ¿Por qué querría pasar el tiempo con una bola de abatidos jugadores sudorosos, cuando la alternativa consistía en pasarlo sobre los anchos hombros de un sonriente y vociferante portero que corría extasiado por el campo?

Durante todo el trayecto de regreso a casa, mi familiar no me dirigió la palabra. Su silencio se prolongó durante ocho largos años, durante los cuales esperé su perdón. Fue tan solo en mi bar mitzvah, bajo la presión de mis padres, que por fin estrechó mi mano y dijo: «Felicidades, perro sucio y demente. Incluso si llego a vivir cien años, jamás te perdonaré lo que hiciste». No llegó a vivir cien años. Murió a los sesenta y tantos. Su corazón no soportó todas las alegrías y decepciones que su equipo lo hacía pasar. Y yo, tras largas negociaciones entre él y mis padres, fui sentenciado a la expulsión eterna de las gradas del equipo local, a causa de la enorme deshonra que nos había atraído a mí y a mi familia.

La vergüenza me condujo a aficionarme al terrible equipo de la ciudad contigua, el Maccabi Petah Tikva, y el deshonroso acto que cometí a los cinco años, como una cruel maldición de los dioses, continúa acechándome hasta este día cada vez que acudo a un partido, y procuro alentar a mi espantosamente malo equipo. Pero sin importar la agonía que produce el castigo o el tamaño de la vergüenza, siempre existe un poco de esperanza. Porque la pelota, como siguen insistiendo los físicos y matemáticos, aún es redonda, y el próximo año, si los dioses y los árbitros lo desean, quizá por fin ganaremos un campeonato, o al menos una copa, lo cual con toda certeza conferirá a nuestro agraciado entrenador una maravillosa nueva razón para exponer sus genitales otra vez frente al público.

Publicado en inglés originalmente en la newsletter por suscripción del autor, Alphabet Soup

Traducción de Eduardo Rabasa
Ilustración de Isaac Ben Aharon

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