Cuando Eduardo escribe sale narrativa.

Junio 10, 2023

Cuando Eduardo escribe, sale narrativa

Por Brenda Navarra

 

Si no logras identificar a la rarita del salón, es porque eres tú. Me dijeron en una conversación grupal en el Messenger de Facebook. Qué cripy, pensé. Rarita se me hacía la que vistiera raro o fuera excéntrica, o sacara puros dieces… No yo, que no hablaba con casi nadie y ni me inmutaba porque a veces, en el receso, mientras yo no estaba, ponían con gis en la pared mis apodos que cambiaban según el humor de Sony, el líder de los pendejos. No les hagas caso, me dijo Ro por un mensaje privado, pero Flo se metió y escribió: ¿A quiénes no les hace caso? ¿A los que están destinados a ser choferes de micro? ¿Cómo les va a hacer caso, iu? Y emojis verdes vomitando bytes. Pero yo le dije que ser chofer de micro no estaba tan mal, igual manejas todo el rato, pones la música muy alto y sobrecargas el pasaje para llevarte una buena mochada. Malo ser político, escribí, pero luego lo borré antes de dar send porque me acordé que su papá andaba en la comisión de su pueblo para ser Secretario de algo y eso ya apuntaba a que era político, según lo decían los griegos o los romanos, o lo que fuera que el Estado que nos representaba ante la onu dijera dentro de la Wikipedia.

Si yo soy, comillas, la rarita, cierro comillas, les puse, ¿entonces qué? ¿De qué voy, qué hago? Díganme. Pero ni Ro ni Flo me dijeron porque de por sí ya era muy old y muy culero estar hablando en Facebook. Se salieron y se fueron a darme corazones a Instagram.

 

Es solo para tenerlos controlados, pero no controlados, «controlados», sino para que convivamos. You know what I mean? Nos dijo la profesora de inglés. En Instagram no podemos hacer grupos, ni enviarnos cosas, ay, chicos, no sean así, participen, convivan, esta es la mejor época de sus vidas. Y quizá sí era cierto, para ellos, pero no para mí. Yo no sabía fingir.

¿Por qué simplemente no eres… normal? Me preguntaba mi hermana, que ya iba en la universidad y se había mudado a mi cama para no tener que tender la suya todos los días. ¿Por qué no actúas como actuamos todos y te quitas de estos problemas? Finge, actúa, ¿No sabes mentir? Pero era verdad que me costaba mentir. Incluso con el Satisfyer que trajo un día a la casa Flo. Límpialo bien, que es de mi hermana, me dijo. Esto no es un Satisfyer, le espeté, es un pingüino. Da igual, tú échate y pon debajo de ti una toalla porque vas a mojar. Pero no mojé. Vi cómo Flo se vino dos veces, y tampoco mojó la toalla, pero yo no pude ni fingir bien. ¿Para qué gimes, me preguntó Flo? Si no lo sientes, no gimas, ¿para qué? Nos reímos. ¿Por qué no te vienes, no te interesa? Alcé los hombros. O sea sí quiero, pero es un pinche pingüino, le dije. Es un pingüino y se lo enseñé muy cerca de la cara y nos echamos a reír. ¿No te vas a venir? Y le dije que sí, pero que a solas, que me cohibía, que sentía que eran competencias y que ella ya se había orgasmeado dos veces, ahora yo sentía que tenía que orgasmearme tres y que era demasiada presión. A lo mejor así sienten los pitoschicos. Me dijo Flo, a lo mejor tienes disfunción clitoral o algo similar. ¿Te han revisado? Volví a alzar los hombros. ¿Por qué simplemente no te relajas y disfrutas? La liberación de las mujeres empieza en la cama, insistió, pero yo alcé los hombros otra vez y le ayudé a lavar el pingüino y eché a la lavadora la toalla, aunque había quedado seca.

¿Esto es raro? Le pregunté. ¿Es raro que no me quiera orgasmear enfrente de ti? Flo me miró seria. ¿Tú crees que eres rara?, —me replicó—. Pues rara, así que tú digas, uy, qué rara, no manches, me cae que esto es muy raro… No. ¿Tú me ves muy rara? Y Flo alzó los hombros.

Luego nos volvimos a meter al cuarto y me ayudó a subirme la blusa mientras yo me metía la aguja. ¿Te duele? Pues lo normal, respondí. ¿Cada cuánto lo haces? Tres veces al día, le dije y quité la aguja de la jeringa y eché las dos cosas junto al frasquito a la basura. Yo veía a mi abuela hacer esto porque se le subía el azúcar, o se le bajaba, no sé, algo, era diabética, pues, se tenía que inyectar. Pero tú no eres diabética, ¿o sí?, me preguntó para tratar de igualar mi situación con la de su abuela. ¿A ti te puede dar diabetes? —insistió en saber—. Pues no, ni diabetes ni muchas enfermedades, pero necesito mis dosis. Y sí las necesitaba, ya habían pasado como tres veces que no me había inyectado y las cosas salieron mal. Dos veces en el hospital, en una de ellas perdí al novio. El único que había tenido. De hecho todavía pensaba en él, especialmente porque él no era un pingüino, sino todo lo contrario, ni pitochico, ni aparato vibrador: humano. De carne y hueso, de cuerpo grande, alto, dientes derechos y voz gruesa sin llegar a ser varonil. Fuimos novios porque un día, en una clase de Antropología Nanotecnológica a la que la profesora no llegaba puntual, él se puso a decir tonterías junto con sus amigos —que no eran amigos de Sony, sino todo lo contrario— y a hacer concursos de ver quién escupía el gargajo más alto que llegara hasta el techo. Las que se reían, porque pensaban que yo me ponía brillantina en la boca, empezaron a acosarlo con gritos: ¡Ay, no, qué cerdo eres, qué marrano! de verdad, ¿cómo puedes ser así? ¡Qué asco! Y lo grababan en sus teléfonos con desagrado, pero aun así lo subían a sus stories con música de trap. Fue en una de las stories que identifiqué que él me veía. Es decir, alguien más lo grabó y se notaba que cuando no era su tiempo de escupir, él volteaba a mi lugar. Todos riéndose y gargajeando y él les seguía el juego, pero volteaba a verme. Tuve que ver las stories como quince veces, desde distintos ángulos. Un ir y venir dentro de mis archivos para constatar que no era la dosis de imaginación sino algo real, humano. Y sí era verdad, clarito se veía que su cabeza giraba hacia donde yo estaba en pleno trance introspectivo. A lo mejor sí soy rara, le dije cuando le mandé un mensaje directo señalándome toda pérdida mientras sus amigos se reían y él me volteaba a ver. Él respondió con emojización a full. Con chingos de corazones y risas. Nos empezamos a escribir, que si mira esta story, que si mira esta playlist. Hasta que yo le dije: Te quiero enseñar algo, pero no quiero que nadie sepa. Me dijo que a ver, y le hice un directo. Me quité la blusa y le pregunté si le gustaba mi sostén que era azul con florecitas. Me dijo que sí. Luego me quité el pantalón y me quedé en calzones. ¿Te gusta? Y me dijo que sí. No mencionó nada de las marcas en mi barriga. Si tú eres mi novio, yo me quito la ropa y dejo que me toques, le dije. Y él me dijo que sí. Nos hicimos novios y como dos semanas después vino a mi casa e hicimos como que nos comíamos un pollo loco. Él comió poquito mientras yo lo veía. Ya cuando vi que faltaba como hora y media para que llegara mi mamá, le dije que fuéramos a mi cuarto, que me iba a quitar la ropa. Y me dijo que sí. A todo decía que sí. Y nos besamos y me empezó a tocar y me dijo que quería chuparme las tetas y yo acepté, pero le hice prometer que no iba a sacar fotos, ni videos, ni nada. Solo él y yo, reales. Me dijo que sí. Así que me desabrochó la blusa y me tocaba torpemente y luego le dije, mejor ya chúpamelas porque no estás sabiendo hacer las cosas. Me dijo que sí y me recordó que era humano. Me las chupó bien, me gustó, pero luego me vio las marcas en la panza. ¿Qué es esto? No preguntes que no te importa. ¿Así funcionas? ¿Estás enferma? Me insistió. ¿Te parece que estoy enferma? Le reté. Pues no, la verdad. Pues entonces no estoy enferma. ¿Vas a querer que me quite los calzones? Y él me dijo que sí y se me acercó tembloroso y me tocó el pubis y dijo: Ah… Y cerró los ojos y siguió tocándome. ¿Te importan las marcas? Negó con la cabeza. ¿Te importa que me digan las cosas que me dicen en el salón? Negó con la cabeza. ¿Te importa que no sea igual a ti y que me sienta diferente? ¿Te importa que sea rarita? Y dijo que no. ¿Me besas? Y nos besamos. Y yo sentí las pulsaciones de mi reloj interior y sabía que tenía que inyectarme pero no quería parar y dejé que me chupara las tetas, el ombligo y el pubis. Se mojó. Se sentía pegajosito, un líquido transparente entre mis dedos.

 

Sostén azul con florecitas

 

¿Puedo entrar? Me preguntó muy suavecito y yo le dije que sí y me llevó a mi cama y tiramos la ropa de mi hermana que estaba encima y me abrí de piernas y él se desabrochó el cinturón y se bajó la ropa y me besó las rodillas y me miró muy fijamente y me sonrió mientras trataba de meterse dentro. No puedo, me dijo. Sí puedes, le insistí y se lo agarré y lo dirigí hacía mí y lo dejé entrar.

Él quería ver cómo le había hecho, pero yo le dije que no, que me mirara a la cara y le pregunté que si así. ¿Sientes calientito? Le pregunté y él me dijo que sí: Calientísimo, me dijo. ¿Y te gusta? Insistí y dijo: Ah. ¿Te vas a mover? Y él dijo que sí y se empezó a mover y volvió a decir: Ah. Se vino rapidísimo. Ah, otro suspiro, y me dio envidia de sus sensaciones y el reloj me palpitaba cada vez más fuerte y creí que él ya podía escucharlo. ¡Apúrate que va a llegar mi mamá! Me iba a besar y a recargarse en mi pecho cuando me empecé a poner mal. ¡Quítate, quítate! Le dije y me levanté de la cama y empecé a buscar mi jeringa para tratar de inyectarme, pero fue tarde, demasiado tarde, las manos ya me temblaban y no podía sostenerme más. ¿Qué hago? Me preguntó mientras se acomodaba la ropa. Fue lo último que escuché. Luego supe que mi mamá me llevó desnuda al hospital y ahí me recuperaron. No volví a hablarle, no quería darle explicaciones. Lo bloqueé de Facebook, de Instagram y de TikTok. ¿Por qué no le explicas? Me sugirió Ro, pero yo no podía de la vergüenza. Ya sé lo que pasa cuando pasa todo, ¿sabes? Ya sé que se escucha un rechinido, que mis ojos se apagan y que la piel se vuelve plástico. Ya sé que él sabe lo que todos piensan pero no se atreven a decirme a la cara. ¿Y qué que seas la rarita, y eso qué? Me dijo Flo y me abrazó. Yo no sabía que yo era la rarita, pensaba que había más como yo, de hecho, estaba segura de que Sony se me parecía, pero lo ocultaba bien, él, contrario a mí, sí sabía fingir.

Ilustración de Emilia Schettino.

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