Elena de Troya

Mayo 17, 2023

Elena de Troya

Claudina Domingo

 

Elena se abrió paso en la frontera de una manera que siempre deseará olvidar. Le angustia no saber qué será peor: que sepan de dónde viene o que desconfíen de una extranjera que aparece de la nada. Ha escuchado dos versiones opuestas. Hubo quien le dijo que nada quiere saber la Ciudad Celeste de los extranjeros, mucho menos si vienen del Sur, donde el virus infectó a toda la población. Otros le contaron lo contrario: que en la Ciudad Celeste reciben a quienes llegan de países que vivieron los largos años de la epidemia porque sus genes son más resistentes y porque tienen experiencia en labores que en la bella ciudad norteña las personas han olvidado cómo hacer. Ya no tiene edad para reproducirse y sabe que toda su esperanza, si la hay, es que resulte necesaria en la ciudad. Ha hecho una lista breve de sus aptitudes: labores de limpieza, cocina y repostería, cuidar enfermos (¿habrá enfermos en la Ciudad Celeste?), coger, enseñar español (hubo un tiempo en que fue escritora) y rudimentos de jardinería. Pero también hay montones de cosas que desconoce y no tiene documentos académicos; de hecho, no tiene documentos de ningún tipo. Toca al fin la puerta de la muralla de la ciudad como le parece que debe hacerlo: sin ocultar su origen.

*

Cuando llegó al departamento que le asignaron en la aduana, deambuló en el interior abriendo sus muchas puertas. «Hola, soy la nueva compañera de departamento». Pero nadie respondió. Con bastante pudor (estaba acostumbrada a que en las casas desvencijadas del Sur le reclamaran hasta por freír un huevo) entró a la cocina e hirvió agua para hacerse un té. Abrió el refrigerador y después de hacer un recuento de todo (¡todo!) lo que ahí había, comió un poco de cada cosa para que no se notara la ausencia de algo del medio kilo de jamón. Devoró la carne molida cruda porque temía que cuando volvieran los otros habitantes olieran la carne guisada y le reclamaran. Comió de más, porque también encontró chocolates, que llevaba varios años sin ver. Luego se sintió tan ahíta y agotada que buscó una habitación para dormir. Eligió la más modesta posible porque imaginaba que los otros moradores ya estaban instalados en las más opulentas. Dejó su morral en un rincón, cerró las cortinas y se echó en la cama. Por un instante tuvo la intención de bañarse, para no manchar una cama tan blanca con su ropa sucia, pero se le cerraban los ojos. La carne molida cruda, pensó, antes de sumergirse en el sueño.

*

Cuando despertó, el sol declinaba. Por las persianas observó el escurrimiento anaranjado que dejaba sobre el balcón y sobre la plaza de la que apenas alcanzaba a ver un recorte de asfalto color arena. Quiso salir. Se imaginó despatarrada en la bonita silla acolchonada que había del otro lado del cristal. Junto a la silla tapizada de violeta había una mesita y sobre ella un cecinero de vidrio verde que parecía una muela. Solo pensar en volver a fumar un buen cigarro le sembró mariposas en el estómago. Un cigarro nuevo, no la basura formada con colillas que cada tanto fumaba en el Sur.

Pero pese a que trabó una lucha cuerpo a cuerpo con la manija, no pudo abrir la puerta. Buscó por el pretil un segurito o la entrada de una llave, pero no había nada. Entonces se le ocurrió buscar en la entrada del apartamento algún juego de llaves, pero ahí solo había percheros y unas camelias sobre una mesa alta. Se alejaba cuando advirtió el reloj electrónico que había sobre la puerta. No avanzaba, sino que retrocedía. 1:45:12, 1:45:11, 1:45:10. Se le ocurrió que el departamento tenía una bomba y se lanzó contra la puerta de cristal del balcón con todo lo que encontró, pero el vidrio no cedió. En cambio, un pesado jarrón de flores de cerámina le rebotó en una espinilla. Se retorcía en el piso sobándose el hueso de la pantorrilla, donde había un raspón del que salía un poco de sangre. Las muelas le crujían en el dolor. Por fin gritó en el silencio del departamento. El largo y furioso «¡aaaaaaargggggh!» quería decir más que «me duele la espinilla» o «qué idiota soy». Pero pronto se recompuso porque entró en pánico. En las viviendas «elegantes» del Sur pagaba la renta con una suerte de servicio que incluía la servidumbre física y sexual, así como labores de hurto en la villa. Por mucho menos que el desastre de la sala la hubieran sacado a dormir a la intemperie durante un mes. Y aunque pensaba que era improbable que eso ocurriera allí, donde, a diferencia del Sur, había algo que se pudiera llamar «sala» y cosas como un jarrón de cerámica, la costumbre se abría paso en ella. «No has dejado de ser una sirvienta», se dijo cuando se acercó cojeando a la cocina en busca de un trapeador, una escoba o un trapo para limpiar el desastre. Quince minutos le costó entender el artefacto de trapeador con cubeta exprimidora. Terminó riéndose de sí misma: «Seguramente, hace siglos, así se suicidaban sin querer los indios cuando intentaban comprender una escopeta». Antes de salir de la cocina, abrió de nuevo el refrigerador. Esta vez se hizo un sándwich en forma y abrió una botella de vino que encontró en una gaveta. Si el departamento explotaba, al menos lo haría pulcro y ella estaría, medio ebria, haciendo una pesada digestión sobre el sofá de terciopelo verde.

*

La despertó la música. Una música de clarinete casi líquida. Se limpió la saliva que le escurría por la barbilla. Qué cansada estaba. Tenía tantos años que no babeaba dormida sobre algo o alguien. El balcón estaba abierto y su corazón no podía elegir entre la alegría y el pavor. Se acercó y miró por él. La plaza estaba iluminada por unas luces tenues y un grupo musical tocaba bajo unos árboles de los que pendían cristales. La gente atendía el concierto sentada en el piso de la plaza (que no estaba cubierto de lodo como las calles del Sur) y ahí convivían en picnics. Tosió. En el aire flotaba el polen de los cerezos en flor. Estornudó y tosió. Una pareja que pasaba volteó a verla. La mujer sonrió y le hizo un gesto que se quedó a medias. Luego ambos la miraron entre asustados y confundidos. Ella retrocedió fuera de su vista y se miró las manos. En el sur, en los años que dieron por llamar Imum Coeli, era común andar con las manos ensangrentadas tras una pelea, y era común olvidarse que uno tenía las manos ensangrentadas. No tenía sangre en las manos, pero su vestido… ¡Oh, diosas de la vergüenza: es difícil encontrarlas; tienen formas tan distintas en cada país! Conforme avanzaba por las habitaciones retrocedió por los años, incluso épocas. Entendió que ella había llegado del futuro, donde nada olía a podrido porque todo era tan escaso que nadie dejaba que ninguna cosa se pudriera. Que en el hermoso pasado al que volvía (y en realidad su propio pasado ni siquiera tenía árboles con gemas sobre grupos musicales) había que camuflarse. Se puso un vestido brillante que encontró. En realidad no le parecía bello sino un tanto estúpido, salvo porque en el negro refulgían lentejueleas de colores como galaxias. ¡Pero estaba tan flaca! Se lo quitó y encontró uno color marfil, idéntico. Su madre tuvo (¿o era un cuento o una madre de alguien más?) dos bolsos así; «ochenteros», les decían, quién sabe por qué. (Había muchas cosas que tenían adjetivos de esa naturaleza: «ochentero», «noventero», y que uno podía aplicar a cualquier cosa o situación). Los bolsos pequeños y cuadrados de su madre tenían una malla metálica brillante y eran como los vestidos: uno negro y otro beige. Se quedó con el vestido color crema porque en él se veía menos cadavérica. Al final, después de fumar cinco cigarros de una cajetilla que encontró sobre un piano y reaprender a maquillarse, decidió que se veía lo bastante bien como para salir a esa ciudad «celeste» del pasado donde todo eran alegres risotadas.

*

Tomaba de una copa que le habían invitado en la plaza. Alguien, sin pedirle nada a cambio, le extendió una copa de un hermoso líquido amarillo lleno de burbujas. Al principio se había avergonzado frente a sus nuevos amigos. Es decir, había provocado su hilaridad cuando les habló del reloj que retrocedía y de su estupor al ver, cuando despertó, que el cristal líquido del dispositivo estaba apagado. ¿Había desactivado la bomba por accidente de alguna manera? Una chica que llevaba un vestido de novia se atragantó con su bebida; las otras personas se doblaron de risa. Elena enrojeció y comenzó a levantarse. Se disculparon entonces con ella. Le miraron las manos grandes, callosas y lastimadas y un tipo con sombrero de pirata le preguntó: «Acabas de llegar a la ciudad, ¿verdad?» Asintió con la cabeza, todavía abochornada. El grupo cambió su actitud, y entre abrazos y caricias le explicaron, como si fuera una niñita, las cosas obvias: la Ciudad Celeste duerme de día. Poco antes de amanecer las patrullas pasan por plazas y jardines y llevan a su hogar a los rezagados. Las puertas de casas y departamentos no se pueden abrir desde dentro durante el día y el reloj les avisa a sus habitantes cuánto falta para que puedan salir a las fiestas y espectáculos nocturnos. Elena estaba azorada y como no sabía si le gastaban una broma, no quiso preguntar todo lo que le intrigaba: ¿a qué hora trabajaban? ¿dónde trabajaban?, los bancos, ¿funcionaban de noche? No había visto un solo billete.

Intentaba no poner cara de extranjera cuando cuatro hombres con uniformes azul celeste se le acercaron. Le dijeron que tenían una invitación para ella. Elena les respondió que ella estaba bien ahí, que debía regresar a su casa «a tiempo». Era una artimaña para decir que no, porque los hombres le habían dado miedo. Y mientras les decía todo esto se había guardado bajo las nalgas el destapacorchos. Cuando una de sus nuevas y fugaces amigas le insistió, Elena aprovechó para guardar el sacachorchos en una bolsa igual de boba que su vestido. Su nueva amiga le dijo: «Creo que deberías ir». Así entendió Elena que el juego había terminado y que llegaba el momento de la verdad.

*

Dice su nombre cuatro veces sin necesidad de ello. Porque confunde la caseta de vigilancia, una perrera, la cochera y el salón del palacio con la oficina. Piensa que la pasean por esa especie de museo para aturdirla y luego matarla y comérsela, pero al final resulta que el lugar es de veras grande. En la oficina no le preguntan su nombre, pero ella insiste: «Elena de Troya». Ante esta presentación sonríe el hombre vestido como un malvavisco que tiene del otro lado de un escritorio que parece un sarcófago.

—En la aduana hubo un problema —comienza a decir el hombre mientras Elena se va poniendo nerviosa—: normalmente ahí conducen la entrevista y le preguntan al extranjero su profesión, pero ayer el aduanero corría el Grand Prix Ciudad Celeste y no pudo estar en su puesto. En fin… Quedó segundo y yo tendré que hacer la entrevista a una extranjera. El piloto siempre quedaba primero y yo… Bueno, siempre hay una primera vez.

Elena tiene ganas de vomitar. Le sudan las manos. Corren por su cabeza los días de frío. Las noches de hambre. Los castigos. Una rata frente a la que fingió estar muerta para matarla cuando estaba a punto de ser mordida por ella. Niños y mujeres muertos. Niños asesinos. Rodea el escritorio y se hinca frente al hombre; enumera la lista que se sabe de memoria: «Sé limpiar casas, sé cuidar enfermos, sé algo de jardinería y conozco la gramática española, también he sido prostituta y carterista. Y sé matar», dice al final, llorando. «Sé matar sin que nadie lo note». No lo agrega pero sus ojos quieren decir: «sé que por eso nos aceptan a los sureños». El hombre está consternado.

—¿Prefieres que hablemos así, sentados en el suelo? —Y el hombre se sienta en la alfombra mientras la mira como quien observa una serpiente por primera vez, el desierto o el mar por primera vez, una mujer que llora por primera vez.

Elena busca en vano las mangas raídas del suéter largo que usaba. Quiere limpiarse las lágrimas, el horrible maquillaje y el sudor, pero ya no viste el suéter que fue casi su piel. Se limpia con el dorso de la mano, pero no está acostumbrada a usar anillos, así que se raspa las mejillas con una piedra azul que brilla en uno de sus dedos. Entiende que no entiende el mundo en el que vivirá, si es que le permiten quedarse.

—¿Quién te hizo el peinado?

Elena piensa que el hombre le habla en clave. ¿Se refiere a una técnica de asesinato? Duda y se queda callada, petrificada cuando la mano del hombre se acerca a su cabeza y acaricia las pequeñas trenzas que se hizo a los lados de las sienes y que se unen un poco más abajo de la coronilla.

—Yo, señor… yo me hice el peinado —dice, todavía insegura, pero de inmediato improvisa un discurso porque le preocupa que el silencio le robe una oportunidad—, ¿sabe?, hace mucho yo tenía el pelo sedoso y muy lacio y no me podía hacer trenzas porque el cabello se deslizaba y las trenzas se deshacían. Pero en el Sur el cabello se nos hizo así, áspero, aunque allá nunca tenía tiempo de hacerme peinados complejos. Hoy quise verme tan guapa como una de sus cuidadanas, señor —Elena decide jugar el papel ¡ay, tan legendario! de víctima rescatada y agradecida—. Yo podría hacerles trenzas a todas, si usted gusta.

—¿Y cómo te llevas con los gatos? — pregunta el hombre, mientras abre una puerta al fondo de la oficina.

Elena sabe que los gatos son sabrosos, pero no dice nada. Lo que aparece es un gatote con cara de bebé; es decir, un gato enorme pero cachorro. Elena cree que recuerda algo, pero se le escapa. Abraza al gato que se deja hacer como un bebé, egoísta y complacido. Cuando el monstruo la muerde, Elena le da una cachetada. El cachorro de gato enorme se desconcierta y abre la mandíbula. El hombre ríe. Elena se limpia el sudor con el dorso de la pata del gato.

*

Ser una virgen vestal tiene cosas buenas, cosas maravillosas y cosas muy aburridas. Elena pensaba al principio que no debía ser ingrata, y recordaba al mirarse al espejo todas las miserias vividas en el Sur, pero poco a poco esto mismo se convirtió en una especie de vicio. Fue difícil acostumbrarse al Imum Coeli y también parece difícil habituarse a ese Medio Cielo de la Ciudad Celeste. Come manjares, debe vestir de forma exquisita, se pasea como la guardiana de la fuerza natural, pero casi siempre está sola. Los hombres que la visitan no deben hablar con ella. Y, de hecho, la visitan para pedirle favores a los dioses. Tienen que pagarle bastante al Estado por darse de alta como suplicantes. Se acuestan con ella, pero tienen prohibido hablarle. Después, ella debe externar sus súplicas «a los dioses». Elena lo hace conforme le indica el formato, pero a veces la asalta un presentimiento. Le importa poco si existen estos dioses, pero tiene la impresión de que su oficio se corresponde con otro nombre, no con el suyo. Pero se aferra a su gastado nombre: es lo único que le queda de su antigua persona. Aleja las dudas de su mente. Siempre ha sido disciplinada y en esto no es la excepción: hace todos los ritos a solas como si la miraran. El resto del tiempo peina leones.

 

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