Aproximaciones a la obra de Ana Torfs y Mariana Castillo Deball

Abril 4, 2023

Por Eliza Díaz Castelo

 

En las noches insomnes de mi infancia, mi padre me recomendaba conciliar el sueño pensando en el espacio exterior, en las extensas parcelas de la noche, sus cuerpos celestes, su silencio de diámetro perfecto. No funcionaba. Me dio por imaginar la Voyager, esa sonda espacial cuyo famoso disco de oro incluye los más grandes hits de la humanidad: La flauta mágica, la quinta de Beethoven y El cascabel, clásico huapango veracruzano, en su versión mariachi. Imaginaba la Voyager hundiéndose más y más profundo en el espacio, tocando las mismas pistas una y otra vez on repeat: un Chuck Berry sin razón alegre, y el cascabel con la cinta morada, rezumbando y sonando en la mitad del vacío. Imaginar el disco girando al bordo de esa sonda espacial, escuchado por nadie, no hacía nada para aliviar mi insomnio.

Llevaba un tiempo sin pensar en la Voyager (ya no recurro al espacio exterior en mis noches de vigilia involuntaria) cuando entré al cuarto dedicado a Echo’s Bones, en la exposición de Ana Torfs Espacio oscuro donde no pueden ponerse las cosas. Una habitación como hendidura, una hendidura inaugurada por una voz, una voz on repeat, un mosaico sonoro, pedacería de suspiros, quejidos y datos. La voz pasa de la queja al lenguaje al silencio. Casi al oído nos habla del cambio climático, el funcionamiento fisiológico del cuerpo y la vida de diversos artistas. La grabación me remite a mis viejos insomnios siderales y decido que estoy frente a una versión alternativa y actualizada de aquel disco de oro arrojado al vacío. Una más sintonizada con la atmósfera apocalíptica que nos rodea y la fragilidad de todo sistema vivo. Si estuviera flotando allá afuera sería, más que un saludo, una llamada de auxilio. O una despedida.

 

De hecho, hace poco me enteré de que el disco de oro no está sonando a bordo de la sonda. Esta lo lleva guardado en una funda para que un alienígena hipster, con tentáculos pegajosos y una afición por reproductores de discos de vinilo, pueda escucharlo en su propia casa desde algún rincón gentrificado del espacio exterior. Además, incluso si el disco estuviera dando vueltas en la consola espacial, nadie podría oírlo. No solo porque no hay nadie ahí sino también, y sobre todo, porque en el espacio exterior el sonido no existe. Acostumbrados como estamos a las distantes gracias del oído, olvidamos que nuestra escucha también es tacto, una perturbación de partículas que vibra oreja adentro y se interpreta en sonidos que amamos (la cafetera italiana que hierve o la música de los mariachis) o que nos resultan intolerables (los ladridos afilados de un chihuahua o la música de los mariachis). El sonido también es materia: el lenguaje necesita un soporte material para existir.

Las exposiciones de la artista belga Ana Torfs y de la mexicana Mariana Castillo Deball, ambas actualmente exhibidas en el muac, se relacionan de formas diversas, obsesivas, con esa cualidad material de la lengua. La analizan enfocándose en lo que tiene de incompleto y reflexionan en torno a lo roto y lo fragmentario. Situadas lado a lado en el museo, sostienen un diálogo complejo y fértil.

En las obras de ambas artistas, la aproximación a esta materialidad sucede en el contexto de la colonización. En El loro y el ruiseñor, una fantasmagoría, Ana Torfs nos presenta retratos en blanco y negro de un jardín selvático y frondoso acompañados de videos donde tres intérpretes en lenguajes de señas recitan el mismo fragmento de los diarios de Cristóbal Colón. Esta pieza gira en torno al quiebre entre la lengua colonizadora y el sistema incategorizable del así llamado nuevo mundo. El alejamiento entre ambos se vuelve patente en las muchas metamorfosis que atravesó el texto de Colón para llegar a nosotros: se trata de transcripciones hechas por Bartolomé de las Casas, traducidas al inglés (que hoy en día desempeña un papel político y cultural similar al del español en la época de la conquista) y que luego se trasladan a su vez a distintos lenguajes de señas. El original resulta tan lejano como el habla de Colón del mundo que intentó describir. De ese primer texto quedan fragmentos de una coreografía indescifrable. Justo en ella radica la insistencia de la artista por la intersección entre signo y cuerpo. Si bien la palabra hablada es casi humo que se pierde en el aire, como diría Alfonso Reyes, el lenguaje de señas se inscribe y se espesa en el cuerpo, entre los dedos. En los gestos. Es lenguaje que colinda con la danza.

Torfs bautizó esta exposición por el primer animal americano que Colón describe en sus diarios: el perico. La artista sugiere que no somos tan diferentes de este animal que imita palabras sin comprenderlas: heredamos una serie de conceptos y nociones que proyectamos al mundo que nos rodea de forma casi siempre irreflexiva. La lengua funciona como un lente ideológico que altera y determina lo que miramos, anclados a nuestro linaje cultural e incapaces de entender el verdadero peso de nuestras palabras.

Esta idea me devuelve a mi fantasía infantil de la Voyager. La imagen de ese disco reproduciendo las mismas canciones, voces y sonidos lleva al extremo del absurdo algunas de las dinámicas que Torfs describe en esta pieza. Somos un poco como esa sonda espacial. Incluso rodeados de un universo del todo ajeno a nuestros valores, creencias, y lenguajes, no podemos sino repetir, una y otra vez, las mismas fórmulas, los mismos hits de nuestra poca vida: dos o tres recuerdos emaciados casi hasta desintegrarse, los viejos traumas en presente perpetuo.

Como la artista belga, Mariana Castillo Deball medita sobre lo que sucede con el lenguaje en una dinámica de imperialismo y colonización, pero en sentido inverso. En lugar de enfocarse en los conquistadores, trabaja con el legado cultural prehispánico, exponiendo las muchas derivas azarosas e improbables que atravesaron sus soportes materiales a través del tiempo. Le preocupa lo que le sucede a las narrativas prehispánicas cuando son fagocitadas y digeridas por las culturas opresoras y se detiene en las rutas de destrucciones y reescrituras de códices y piezas arqueológicas cuando son injertadas a la fuerza en un mundo ajeno.

En El dónde estoy va desapareciendo relata las andanzas del Códice Borgia, desde la caza de un venado para adquirir la piel que le dará forma, hasta su llegada a Europa y los muchos peligros que ha atravesado. La artista realiza este recuento en un manuscrito físicamente idéntico, una especie de códice alternativo que coloca en el centro aquello que suele considerarse secundario: el medio. Así, disloca y desestabiliza esa fácil dupla entre medio y mensaje y nos dice, a la McLuhan, que el medio es el mensaje. Me imantó la inclusión de la falta: en una de sus páginas, una marca en negro traza la incisión del fuego. Un fragmento del códice está quemado: no sabemos si en un accidente o si lo trataron de destruir y alguien lo salvó de las llamas. Solo tenemos esa hendidura de carbón, misma que Castillo Deball reproduce con cuidado en su pieza.

En otra sala se exhiben guías de museos y libros de arte europeo abiertos de par en par como gigantescas mariposas atravesadas por alfileres. En ellos la artista ha realizado, con cuidado de entomóloga, una serie de cortes precisos, profundos. En el fascinante mapa topográfico, texturizado, que resulta de esos cortes y dialoga con las imágenes del libro, me pareció reconocer en ocasiones la misma incisión, la misma silueta de esa llama que carcomió al códice Borgia. Una venganza en miniatura, de escalpelo, pues esa misma violencia que hizo desaparecer parte de nuestra historia antigua ahora horada el arte del así llamado viejo mundo.

Otra de sus piezas, Almacenamiento jaguar, consta de una serie de fragmentos, reproducciones negativas en yeso y falsificaciones de piezas arqueológicas ubicadas en el Ethnologisches Museum de Berlín. En muchos casos, el original ha desaparecido (varias piezas fueron destruidas durante bombardeos en la Segunda Guerra Mundial) y solo queda el molde. La artista coloca la reproducción en el centro, tratándola como a un original, pues algo, o mucho, de la carga simbólica de aquella sobrevive en esta.

Torfs también trabaja de cerca con el fragmento. Si bien todas sus piezas anclan el lenguaje en el cuerpo de algún modo, la mayor parte de ellas insisten en la voz y en el intersticio fértil entre lenguaje y sonido puro. En Echo’s Bones se dilata en el salto entre canto y palabra, entre quejido y sílaba. Al hacerlo, rompe una y otra vez el lenguaje, nos lo ofrece en fragmentos. El lenguaje se convierte en un fantasma que posee la voz, una presencia antigua que se alía a su sonoridad pero que no les es necesariamente natural, que casi violenta su flujo abierto convirtiéndolo en vocales, deteniéndolo en consonantes. El lenguaje, en las obras de estas artistas, es manos, es voz, es piedra, pero está roto. Y quizá el significado se filtre por ahí, por esa grieta.

No me parece una casualidad que sean dos mujeres quienes insistan tanto sobre la lengua como un fenómeno corpóreo y estén sintonizadas con las narrativas incompletas. Las mujeres provenimos de un linaje roto. En Una habitación propia, Virginia Woolf nota que los grandes eventos de la historia, las guerras y las revoluciones, suelen ser protagonizados por hombres y han sido relatados por otros hombres. Desconocemos a nuestras ancestras, sabemos poco de las mujeres que nos antecedieron, solo esbozos de sus vidas, dos o tres nombres, si hay suerte. A veces siento que cargo sobre mis hombros el peso de todas esas vidas anónimas. Las mujeres estamos acostumbradas a construir una vida de fragmentos, a improvisar un trayecto a partir de huellas desdibujadas y voces sin nombre. Somos un pueblo sin historia.

El disco de oro a bordo de la Voyager, en cambio, es una historia sin cuerpo. Creo entender ahora la tristeza que me ocasionaba de niña: esa sonda, despeñándose por el espacio sin estaciones al ritmo de La consagración de la primavera, probablemente sea lo último que quede de nosotros. Quizá, es más, lo mismo da allá afuera, en donde está la sonda: podríamos ya habernos ido. Más que un intento de comunicación, es un testamento involuntario. Una ofrenda de ruido. Un epitafio musical.

Además de las canciones, el disco contiene pistas de sonidos provenientes de la tierra, la naturaleza y los seres humanos. Cuando leo sus títulos en el sitio de la nasa descubro, entre TractorRiveter y Morse codeShips, una titulada Fire, Speech. Fuego, habla, dos palabras que, colocadas lado a lado, revelan un pacto y enuncian una orden. Todo lenguaje tiene una alianza secreta con el fuego. Es también, como nosotros, una materia inflamable. El lenguaje es un cuerpo que se destruye y, al hacerlo, existe.

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